Una vidente entrada en años decía, hace un par de días, que el espíritu de Tertuliano (160-220 d.C.) merodeaba por las oficinas del Ministerio de Justicia porque quería cambiarse el nombre –el Ministerio de Justicia es el organismo que se encarga de este tipo de asuntos-. Yo no suelo hacer caso a este tipo de testimonios, pero viendo la plaga de tertulianos que asola y devasta el panorama mediático en nuestro país, no me extrañaría nada que el espíritu de este teólogo cristiano del siglo II rondase por las oficinas del Ministerio con tal propósito. De no haber sido teólogo –fue uno de los primeros que habló de la trinitas, en referencia al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo-, menos me extrañaría imaginar al fantasma de Tertuliano en el edificio de Intereconomía –por poner un ejemplo- con otro tipo de instrumentos u objetivos.
Porque el fantasma de Tertuliano puede estar –yo lo estaría- hasta las mismas gónadas de esa masa de personajillos que ha colonizado o conquistado las emisoras de radio y las cadenas de televisión. Porque aunque no sea bueno generalizar, y en algunos casos la gente que participa en estas tertulias –que surgieron en las academias literarias del Siglo de Oro- tenga un bagaje cultural con peso y con clase, en buena parte de los casos se trata de voceros del poder o de la oposición, de siervos del neoliberalismo o lameculos del zapaterismo –ahora, rubalcabismo-, de payasos y payasas que buscan el escándalo o de meapilas que buscan la compasión del ciudadano haciéndose las víctimas.
La peor subespecie de esta infraespecie es la del tertuliano moralizador, que da consejos y se proclama estandarte de la verdad. Eleva a la santidad a un político X porque piensa como él, porque le da dinero, porque es el cuñado de su hija. Condena a los infiernos no sólo al político Y, sino también al ciudadano que no comulga con su falsa religión –o peor aún: lo trata de ignorante y subnormal, como si al tertuliano Dios le hubiera concedido el don de la sabiduría, como a Salomón-. Moviliza a su audiencia, la pone de mala leche o la anestesia, la manipula –con una facilidad insultante- con mentiras o con información sesgada, y ojo del que no le haga caso, que en el Juicio Final recibirá su merecido castigo.
Mirando la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo, llama chupóctero al político, ¡pero ay del tertuliano como no haya políticos a los que criticar! El tertuliano se autoproclama guía del pueblo, ejemplo a seguir, hace como que tiende su mano al obrero, al empresario y al rico. Sin embargo, el tertuliano cobra cifras altísimas por tertulia, por darle a la lengua, por beber vino, por despotricar, en algunas veces, sin dato alguno. El tertuliano es como el cliente de un bar, que se junta con los amigos para rajar del Gobierno o del último árbitro que pitó al Real Madrid. Sólo hay dos diferencias: la primera, que el tertuliano cobra mientras que el cliente gasta; la segunda, que el vino que bebe el tertuliano es mucho mejor que el que le ponen al cliente del bar en la barra de este.
Nos han invadido porque nosotros los consumimos. Les suben los sueldos y cada vez asisten a más canales y a más programas de televisión porque nosotros, en cuanto los vemos por la caja tonta, los dejamos para ver qué verdad absoluta o qué gilipollez sueltan por su boca. Nos creemos lo que nos dicen porque piensan como nosotros o les deseamos la muerte porque, a nuestro juicio, no hacen otra cosa que decir barbaridades que acabarían con el país. Se han instalado en nuestras vidas, y no tienen intención de irse. Hemos delegado el derecho a la información a una bandada de buitres que asiste a un buffé en un cementerio de elefantes. Y nosotros tan contentos.
Fuente de las imágenes:
Impresiones Urbanitas: http://impresionesurbanitas.blogspot.com/2011/04/cajas.html