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‘Desquiciada’, el descenso a los infiernos de Juliet Escoria

Hace unos meses os comentaba en la reseña de Lo salvaje que firmaba para suscribirme a todas las criaturas literarias que la editorial Horror Vacui tenga a bien alumbrar. Así que aquí estoy, para hablaros de Desquiciada, de Juliet Escoria, un libro que esperaba con ansia, pero también con cierto temor, pues ya solo con portada y sinopsis una podía intuir que iba a acompañar a la autora por trescientas páginas de crudeza. No obstante, y siguiendo la línea que ha marcado esta nueva editorial independiente, el horror ayuda a arrojar luz a la oscuridad y el proceso de desvelamiento convierte lo siniestro en una experiencia cercana a la contemplación de la belleza.

Juliet Escoria.

Desquiciada se aleja de los elementos fantásticos de los relatos de Julia Elliot, aunque eso no quiere decir que criaturas poco recomendables no acechen entre la aparente normalidad. Y es que, aunque Juliet Escoria con esta autoficción busque cierta redención por los actos cometidos en una adolescencia marcada por los psicofármacos, las drogas y las autolesiones, la realidad es que cualquiera que termine el libro sentirá escalofríos al comprobar cómo las convenciones de una sociedad encorsetada pueden llevar a una joven brillante de catorce años hasta casi la perdición. Una vez más, la pulcra normatividad produce más horror que cualquier criatura monstruosa.

«He realizado terapias de todo tipo, desde los doce pasos a “escribir como una forma de catarsis”. En realidad, esto último sí ayuda a curar muchas cosas, y lo ha hecho, pero no sé si la fuente específica de mi dolor disminuirá alguna vez o si llegará a desaparecer. Tal vez lo haga si escribo esto. Si alguien lee esto. Si los métodos habituales no funcionan, ¿por qué creer que el perdón puede ser concedido por el acto pasivo de un extraño?».

Con su voz en primera persona, una adulta Juliet nos retrotrae a su etapa adolescente en la que fue diagnosticada con bipolaridad. Con un lenguaje directo, sin artificiosidad (aunque no carente de lirismo) teje una historia que, a modo de diario de terapia, desgrana la experiencia de ser una adolescente psiquiatrizada. Sin juzgar duramente, pero sin dejar de lado la descripción de sus sentimientos, Juliet deja entrever un sistema educativo incapaz de integrar la diferencia, unos adultos con vendas en los ojos que casi pretenden ocultar el problema de su hija y un sistema sanitario que primero receta psicofármacos y luego pregunta. De hecho, en un capítulo solo dedicado a enumerar los efectos de esta medicación, la autora relaciona directamente la toma de Bupropión con su segundo intento de suicidio.

«Hay tanto que aprender después de un intento de suicidio. Por ejemplo, que el sentimiento más vergonzoso del mundo es despertarse en el hospital después de un intento fallido».

Y tras rozar el límite, Juliet acabará en un internado especializado en adolescentes con diferentes problemas psiquiátricos y quizás el episodio narrador de manera más interesante. Con el mismo lenguaje directo y sin adornos, la autora narra una historia con una capa exterior que puede, incluso, llegar a ser amable. Un grupo de adolescentes en medio de la naturaleza, a muchos kilómetros de la civilización se conocen, se ayudan, se enamoran y se desenamoran. Hacen cosas de adolescentes, aunque tras sus aventuras y desventuras se esconda una organización defectuosa y enormes dramas personales. El internado es un retrato de hasta dónde llega la sociedad para ocultar lo que no es normal y de cómo, incluso, en la peor situación de privación de libertad, las criaturas inadaptadas intentan abrirse camino, aunque sea a base de caer y tropezarse continuamente.

«Lo pasamos bien, era un momento muy puro: tres niñas en la playa jugando como cachorros. Por primera vez desde mi regreso a Santa Bonita me sentí en casa, realmente en el mundo, habitándolo no solo como un fantasma. Sabía que si mis padres supieran que estaba en aquella playa se pondrían furiosos. Me parecía todo tan absurdo».

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