Imaginen una mujer de unos cincuenta y siete años de edad, madre de sus dos hijas, casada, funcionaria del estado, amante de las culturas exóticas y viajera. Una persona de las que se pueden encontrar a diario por el camino que recorremos. Imaginen que se llama Paqui, como cualquier otra fémina y por adjudicarle un nombre. Hasta ahora nada fuera de lo normal.
Paqui acude cada día a su trabajo con puntualidad, incluso con extrema rectitud antes de su hora. Cumple con su tarea profesional anodina, esmerándose en lo que realiza, desayuna con los compañeros a primera hora de la mañana de lunes a viernes y después continúa su jornada hasta las tres de la tarde. Sale de su trabajo y se dirige a su hogar, donde sigue cumpliendo con sus menesteres familiares. Pertenece a aquella “vieja guardia” que considera como una obligación el mantenimiento de su casa, de sus hijos, de su marido y de aquellos quehaceres asumidos como propios de una dama del siglo pasado. Sin embargo, fue una de esas primeras mujeres que se integró al mundo laboral en España con tan solo diecinueve años, que estudió una carrera a pesar de la oposición de sus padres y que leía emocionantes novelas prohibidas.
Pero ahora, y después de tanto tiempo, Paqui espera ansiosa algo más, y quizá ella no sea la única ni el único que anhela este objetivo: la posibilidad de deleitarse con su propia vida cuando llegue su jubilación, aquel retiro laboral sinónimo de descanso, de viajes infinitos; sentir en definitiva que su vida le pertenece.
Y pese a ello, cuando aceche ese momento, ¿qué ocurrirá? Que Paqui cumplirá sesenta y cinco años, sentirá el vacío de aquellas “obligaciones”, su cuerpo ya no le permitirá tantos trotes, se sentirá más mayor que nunca, las fuerzas ya no serán las mismas y el mundo se le mostrará muy distinto de lo que ella pudiera llegar a fantasear.
Entonces, ¿qué le quedará? Muchos hombres y mujeres llegarán a esa misma edad con ganas de vivir su propia vida, y quizá lo harán durante diez años a lo sumo, pero otras muchas personas alcanzarán su vejez, ancianos en cuerpo y alma. Y ya no existirá vuelta atrás.
Con esta conformidad social que nos rodea, todo ser humano debería pensar por un momento y para siempre que la vida no se disfruta más que una vez, que nadie ni nada nos garantiza un mañana, ni un futuro, ni el próximo segundo. La vida debe sentirse en cada instante presente, en cada acto voluntario e involuntario que se realiza, en cada lágrima derramada, en cada sonrisa, en cada sueño por el que se lucha para hacerlo realidad. La felicidad se encuentra en uno mismo, en los actos que uno ejecuta a cada momento con la ilusión de un niño, con el empeño de la primera vez.
No se engañen, Paqui no es feliz y así no lo será nunca. No quieran convertir su propia existencia en un calco de su craso error, sería muy triste para el mundo. Hagan propio el tótem ‘carpe diem’, quizá su vida se lo agradecerá.